El debate entre la competición y la cooperación ha existido desde tiempos inmemoriales. En el pasado, las tribus de cazadores-recolectores que los antropólogos han estudiado, dependían de un sistema social llamado igualitarismo radical para regular la cooperación y la competencia. Las personas que se negaban a contribuir al bien común o que se aprovechaban de otras eran despreciadas, expulsadas del grupo o en algunos casos incluso eran asesinadas. La competitividad es uno de los comportamientos humanos que perseguimos a lo largo de nuestras vidas.
¿Quién no recuerda que cuando éramos pequeños, una de las frases que más escuchábamos de los adultos era “lo importante no es ganar, lo importante es competir”? En la sociedad que vivimos actualmente se le da mucha importancia a ser el mejor, a ser el primero en todo, a ganar siempre, a obtener el mejor resultado, a ser el número uno. Si bien no existen dudas de que vivimos en tiempos difíciles y retadores que nos obligan constantemente a exigirnos más y más, es vital que sepamos cómo analizar esa competitividad desde una perspectiva positiva.
La forma en que vemos nuestras tendencias cooperativas frente a las competitivas tiene implicaciones prácticas importantes para la forma en que organizamos nuestra esfera social.
A menudo, cada uno de nosotros enfrentamos al dilema de competir o cooperar con los demás. Y eso está bien, un poco de competencia estimula al ser humano a dar lo mejor de sí, impulsando su afán de ser cada día mejor, más capacitado para resolver cualquier problema.La competitividad requiere de esfuerzo, de trabajo arduo, tanto individual como en equipo. Ser competitivos despierta nuestros instintos de superación, nuestra persistencia y paciencia. Cuando somos competitivos, las oportunidades de crecimiento se multiplican. Al desarrollar nuestras competencias individuales dentro de un ambiente grupal somos capaces de alcanzar y valorar el éxito del trabajo en equipo y formar grupos que trabajan para lograr el bienestar común.